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 Una difícil batalla contra el cáncer

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[quote]Ana Laura dio la pelea durante poco más de un año y logró la victoria; ahora dedica tiempo a dar testimonio[/quote]

INFONOR/EL TIEMPO

Un dolor en el vientre y un pequeño abultamiento le alertaron y decidió ir al médico. “Tumor con tejido” fue el diagnóstico y al conocerlo dedujo lo peor, pero se resignó.

Era octubre del 2014 y apenas comenzaba su peregrinar, uno que duraría poco más de un año.

Recibió diagnósticos diversos que iban desde infecciones urinarias hasta un embarazo ectópico. Hoy, Ana Laura Espinoza Martínez tiene 25 años y reconoce que si bien hubo negligencia de parte de los médicos consultados que no atinaban al padecimiento real, también la hubo de parte suya por no buscar opiniones distintas.

“Pude haber hecho más cosas por atenderme en otro lado o exigir la atención que merecía porque no hubo un doctor que me hiciera un eco o auscultara”, señala.

El 12 de noviembre de 2014 fue ingresada de emergencia a la Clínica 1 del IMSS con una crisis de dolor abdominal y se le informó que dada la gravedad de su estado requería que apéndice, vesícula, matriz y ovarios le fueran retirados; le notificaron que un tumor ovárico muy grande se reventó en su interior invadiendo su cuerpo.

Comenta que ni cuando dio a luz a sus dos hijos, Dylan Jaziel y Ángel Abraham, tuvo una dolencia tan fuerte.

A regañadientes aceptó el procedimiento cuando la doctora tratante le hizo entrar en conciencia de que era por sus hijos, para vivir para ellos, por quienes debía permitir tal invasión.

Apenas tres meses después un nuevo diagnóstico: obstrucción del 80 por ciento en el intestino. El quirófano la recibió nuevamente con un nuevo dictamen médico: cáncer de colón con metástasis de ovario.

Ana Laura comparte que antes de entrar en somnolencia el anestesiólogo le preguntó por sus hijos y la de ellos fue su última imagen, fue entonces cuando pensó: “¿Dónde se queda mi tesoro?, se queda mi corazón”.

Recuerda que su principal temor era que le dejaran una sonda fecal permanente que le restara calidad de vida y le impidiera jugar con sus niños; deseaba llevar una convivencia lo más normal posible.

Casi 20 días después vio a sus hijos, estuvo casi cinco sin consumir alimento alguno, ni agua, hasta que le llevaron en una charola lo que para ella fue un manjar: té de laurel y un pequeño cuadro de gelatina. Fue entonces que rompió en llanto y se dio cuenta de la importancia de valorar lo que se tiene por más sencillo que sea, como un plato del alimento.

La cirugía fue exitosa, abandonó la hospitalización sin sonda, con siete ganglios, con la instrucción de comenzar un tratamiento de quimioterapias y la noticia de que nunca debió quitársele apéndice, matriz, vesícula, ni ovarios.

Siempre ha sido creyente, pero la prueba que atravesó le ha apegado a Dios, si bien confiesa que no acude a la iglesia con frecuencia, tiene un apego personal y sus acciones diarias son en nombre de un ser superior. Así se preparó para las ocho quimioterapias que le fueron recetadas.

Recuerda con pena que a la primera sesión se negaba a entrar, tal y como una niña de primero de primaria se resiste a su primer día de clases, pero el berrinche de nada sirvió y entró a un cuarto con muchas sillas reclinables y sueros colgando cerca de cada una de ellas.

“Te hacen un lavado de venas, un medicamento tras otro, la mano se adormece y se congela, luego un calor recorre el cuerpo”, recuerda, “es real cuando dicen que llegas a la batalla, entras bien y sales noqueado, sin fuerza, con náuseas, dolor de cabeza.

“Yo sentía que en cada sesión me inyectaban la enfermedad en lugar de mejorarme”.

Fueron así, ocho viajes a Monterrey para los procedimientos – o “rounds”, como ella prefiere decir– de tres horas cada una.

Cada sesión debe durar ocho horas, pero dada la demanda de pacientes se busca desocupar el espacio y se acelera la aplicación de sustancias.

Ana Laura dice que le tocó ver muchas mujeres que entraban y ya no salían o personas que veía en una quimioterapia y a la siguiente sesión ya no estaban.

Ella deseaba escuchar sobre casos de pacientes que tuvieron cáncer y lo superaron, por eso tras haber sido declarada sobreviviente de la enfermedad, regresó la Clínica de Especialidades número 25, en Monterrey, para dar su testimonio y decir a los que están en la sala de espera que ella estuvo ahí en algún tiempo, y si ella pudo, ellos también pueden hacerlo.

Un 12 de noviembre recibió el diagnóstico y fue exactamente un año después cuando fue dada de alta.

Para finalizar, confiesa que hubo un momento en que el médico le diagnosticó tres meses de vida, a su esposo le recomendaron buscar servicios funerarios y ella llegó a imaginar a sus hijos parados a un lado de su ataúd, creciendo sin ella.

Ahora hace distintas recomendaciones. A la comunidad en general, no dejar pasar el tiempo ante cualquier síntoma y ser responsables de su salud. A los enfermos a no dejar que el ánimo caiga. Y a los familiares de pacientes, evitar comentar sobre historias con finales fatales, pero sí darles un panorama real de su situación e inspirarles a vivir.

Ella está consciente de que la enfermedad podría regresar, pero hoy no está y el día lo vive al máximo y se practica las revisiones médicas indicadas.

Hoy no solamente se encuentra de regreso en su trabajo en la farmacia donde estaba antes de comenzar su enfermedad, sino que fue ascendida; su familia está reunida nuevamente, y participa ocasionalmente como conductora de radio o apoyando en redes sociales en una emisión a la que fue invitada alguna vez para dar su testimonio.

 

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